23 de diciembre de 2020 / por Jordi Solé Tuyá

¿Alguna vez te has preguntado por qué el café de Starbucks es el triple de caro que el de cualquier otra cafetería? Esta pregunta que muchos se han hecho es la que pone encima de la mesa Tim Harford en esta obra titulada El economista camuflado, publicada ya hace algunos años pero que sigue siendo de completa vigencia.

Una pregunta con la que trata de ejemplificar lo complejas que se han vuelto las relaciones económicas en la actualidad.

La obra fue tal boom en su momento que los políticos se dejaban fotografiar con ella debajo del brazo. Las ventas superaron el millón de ejemplares en Europa y los 60.000 en nuestro país, algo insólito para un libro económico hasta el reciente éxito de Piketty.

Columnista del Financial Times, el gran logro de Harford es su capacidad para hacer común y accesible lo que de otra manera solo estaría al alcance de los economistas.

La economía parece sencilla, pero el mercado no lo es

El autor narra una anécdota que resulta esclarecedora de cómo en occidente nos hemos habituado a un mercado que funciona. Un oficial soviético, incapaz de comprender cómo funciona el sistema occidental pregunta: «Díganme… ¿quién es el encargado del suministro de pan para la población de Londres?». La pregunta, señala el libro, es cómica, pero la respuesta —«nadie»— puede resultar aún hoy perturbadora.

Porque ciertamente, para que tú te puedas tomar un café en un Starbucks han tenido que colaborar muchas empresas e individuos a los que nadie dirige, cuya única filiación no es ninguna otra que la necesidad y la voluntad de hacer negocios, la misma que pone a girar la rueda del mercado.

El autor realiza el recorrido económico que va desde la tierra donde los agricultores siembran el café hasta Starbucks, señalando no solo las decisiones que cada vendedor y/o consumidor ha tenido que tomar, sino también la viabilidad de las mismas en cada caso y el porqué del éxito en la estrategia de Starbucks.

¿Nos están estafando?

Esa es la pregunta que muchos se hacen cuando ven el precio del café de cadenas como Starbucks y también Harford se la hace.

Su respuesta es que en el complejo mundo del mercado hay, pese a todo, una sencillez de origen. Al igual que las tierras serán más o menos caras en función de su productividad, las ganancias de las empresas serán mayores o menores en función de lo que puedan aportar o de la competencia que tengan. Y también del valor que den los consumidores a ciertos extras.

Por ejemplo, en el caso de la banca si el consumidor premia un buen servicio, habrá bancos que sean más rentables y otros que lo sean menos en función de su buena o mala atención al público.

En el caso de Starbucks uno no paga solo el café –es el ejemplo paradigmático− para por el trato, la experiencia, la sensación de formar parte de un universo cultural y hasta por el wifi en apariencia gratis.

La economía de las pequeñas cosas

Harford no centra su obra en las grandes cifras macroeconómicas ni en las políticas laborales o fiscales, temas que reconoce que siempre le han aburrido. Su obsesión es la economía del día a día, la de las pequeñas cosas.

De todo lo que nos muestra en su libro acaso lo más interesante sea ver cómo las decisiones de los consumidores inclinan la balanza en una dirección o en otra. En la actualidad, los intangibles tienen tanto o más valor que el producto en sí. Y esto ya era así cuando el libro fue escrito, que fue mucho antes del despegue de la cultura de Instagram.

El valor de marca es hoy tan importante como la calidad de producto. La experiencia y lo que esa experiencia dice de ti (de tu identidad) tan importante o más como la calidad del servicio. Y ambas cosas, y muchas más, se ven reflejada en el precio de productos y servicios.

Estrategias de discriminación respecto al precio

Como no todo el mundo está dispuesto a pagar lo que Starbucks pide por un café, Harford señala algunas posibilidades para discriminar al potencial cliente en función del precio.

En su caso señala tres posibilidades. La primera, consiste en ofrecer el producto a un precio distinto en función de cada cliente. Algo factible en el B2B y si tu cartera de clientes no es muy amplia (o no se comunica entre sí), pero inviable en el gran consumo… hasta la aparición de la automatización. Pues cuando el supermercado premia tu compra recurrente de ciertos productos con descuentos sobre los mismos (o sobre los que considera aledaños a los mismos) en el fondo no está haciendo otra cosa que individualizar el precio de ciertos productos para ti.

Una segunda posibilidad consiste en discriminar grupalmente, esto es, establecer precios diferentes en función de rangos de edad, origen, cercanía al comercio, etc. Esto puede ser útil para espacios muy asentados localmente que quieran premiar a la gente del barrio, por ejemplo; es decir, a sus fieles. Pero salvo con una automatización muy eficaz, que precisamente este tipo de comercios no se puede permitir, tampoco suele ser muy viable en el gran consumo. Con el añadido de que se puede caer en prácticas consideradas discriminatorias que perjudiquen la imagen del negocio en cuestión.

¿Cuál es el tercer modo? El autor lo enuncia así: “que los pavos voten a favor”. Cito directamente porque el autor lo explica muy bien:

El modo más inteligente y frecuente de persuadir a los pavos para que voten a favor del Día de Acción de Gracias (día festivo en EE.UU., en el que es tradicional comer pavo asado) es a través de la estrategia de la «autoincriminación», que es la que utilizan Costa Coffee y Starbucks cuando hacen que algunos de sus clientes confiesen que no son sensibles a los precios. Para lograr que los clientes se delaten, las empresas deben vender productos que se diferencien ligeramente uno del otro. Por lo tanto, ofrecen productos en diferentes cantidades (un capuchino grande en vez de uno pequeño o una oferta de tres productos al precio de dos) o con diferentes características (con nata montada, con chocolate blanco o con materias primas del Comercio Justo) o incluso en diferentes ubicaciones, porque un sándwich en el quiosco de una estación no es el mismo producto que otro sándwich físicamente idéntico al primero, pero en un hipermercado fuera de la ciudad.

Es decir, y como mencionábamos antes, consiste en saber que, psicológicamente, habrá quien esté dispuesto a pagar un precio más alto, a veces incluso disparatado, por vivir una experiencia que, precisamente por cara, no está al alcance de todos. O en la actualidad, por vivir una experiencia que sea “instagrameable”, es decir, que se pueda lucir en las redes sociales y con cuya imagen conformar nuestra identidad digital que es ya, de algún modo, nuestra identidad real.

Practicar esta suerte de espionaje de los procesos económicos en el día a día es un ejercicio realmente recomendable para comprender mejor la complejidad del mercado y del mundo (económico y social) en el que vivimos. Como también son muy recomendables los libros de Tim Harford.

Jordi Solé Tuyá

Consultor de empresas, especializado en financiación, reflotamiento y preparación para la venta.